:: Shakespeare hablaba de la muerte como si nada

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Las palabras que pueden frotarse y entrar por los poros son las que yo quiero utilizar para decirle que me estoy muriendo. Enfermé hace dieciséis meses al modo de un perro que come en silencio, el mal entró en mi cuerpo confundiéndome y dejándome con una aguda extrañeza, como el hilo rojo sobre la tela negra. La soledad del enfermo terminal es demasiado ruidosa, una novedad sin sentido que ha ido invadiendo todas mis horas. El triunfante mundo exterior quedó diluido en un espacio aparte, sin jugar a formar parte de mi subsistencia, desapareciendo cada minuto ahogando los oxígenos destinados a favorecer mi leve vida.

Tal vez pudiera escribirle un poema y detallar con un talante sutil que me encuentro con la gracia de ser y estar para siempre, trascender en él por los días que pasamos juntos. La poesía conversa, y habla porque mira pero no ve. Mi realidad invade los sentidos dejándolos en un estado aletargado, quedando bajos de energía y oscuros.

Hoy mi conversación interna discurre entre el debate de cómo explicarle que me muero, que en una brevedad con sello de autenticidad no estaré presente; frente a no decirle nada, mantenerme callada y albergar la verdad en mi baúl de los disimulados. Todos los enfermos forman una caterva de imitadores de la propia esencia del humano, en el momento que nos llega la dolencia incurable es cuando nos convertimos en lo mismo; seres vivos sufriendo para despedirse de los suyos, de su entorno de seguridad, de ellos mismos.

Y aquí estoy hoy, en el debate de tantos otros que –en este preciso instante- piensan igual que yo. No quiero morir, no deseo dejar este mundo, no me quiero separar de mí, el típico porqué yo y no aquél, porqué si soy joven y aún no he terminado de cumplir mis sueños, mi función, mi deseo de convertirme en una estrella del rock. La rabia, la ira y la frustración como compañeros de pupitre.

Se cierra el telón y no puedo hacer un bis.

 

 

 

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